De los dinosaurios al Hale-Bopp: algunas razones para amar la astronomía
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De los dinosaurios al Hale-Bopp: algunas razones para amar la astronomía

Era marzo de 1997. Aún me quedaban unos meses para cumplir doce años, pero una especie de regalo había llegado del cielo. Su nombre, casi de broma, como una marca de Chupa Chups o dibujos animados, recorrió todos los titulares y nos obligó a todos, adultos y pequeños, aficionados y no aficionados a la astronomía, a mantener la mirada bien alta. Era el momento del Hale-Bopp.

Por entonces no me consideraba una persona interesada en la astronomía, pero sí había consumido con gran curiosidad, desde muy pequeño, revistas y libros sobre el espacio exterior y otras curiosidades científicas. Y eso que siempre me había movido en el ámbito de las letras y las ciencias sociales. Pero supongo que me atraía esa belleza eterna, casi filosófica, que envuelve a todo lo relacionado con la astronomía. Como señalaba el diario El País en esta noticia, celebrábamos la “fiesta” del Hale-Bopp.

Y, en mi caso, que ya por entonces leía con frecuencia diarios como El País o revistas como Muy Interesante, despertaba esa curiosidad científica a través de magnitudes que resultaban desconcertantes, como la que señala el periodista: 42 millones de kilómetros por segundo. ¿Cómo podía un objeto viajar a semejante velocidad y mantenerse tan aparentemente quieto en el cielo?

Cometa Hale Bopp - Philipp Salzgeber

El cometa Hale-Bopp sobre el cielo de Croacia en 1997 / Foto: Philipp Salzgeber

Pese a que aún era bastante joven, recuerdo que pasé varios días esperando a que anocheciera para contemplar la estela del cometa, diez veces más brillante que el Halley en 1986. Para mí era la primera experiencia de este tipo, pues en el 86 apenas tenía un año de existencia. Y recuerdo que me fascinó la visita de este objeto cósmico, en una mezcla de gran emoción y de algo de temor por si se trataba de una cápsula de invasión alienígena camuflada por una amalgama de hielo, polvo y rocas. También me sorprendió porque la gente salía a la calle para contemplarlo y sentí que algo externo y que venía de muy lejos, que apenas conocíamos, era capaz de unir a personas tan cercanas, que tampoco se conocían tanto entre ellas.

La visita de Atlas

Me acordé de Hale-Bopp tras leer estos días los medios, o más bien debería decir (entre)leer, debido a la densidad de noticias sobre la Covid-19, la aproximación de otro cometa, Atlas, que se dirige casi de forma suicida hacia el Sol y que, en su viaje, se va fragmentando, como capturó hace unos días el Hubble.

En menos de un mes (el 23 de mayo) realizará su mayor aproximación a la Tierra y puede que sea una oportunidad de repetir la experiencia del Hale-Bopp y vivir la astronomía con mayor intensidad que la lectura de los libros que pueblan mi modesta biblioteca. Aunque los astrónomos no creen que sea, ni de lejos, un espectáculo similar, dado su repentino oscurecimiento y fragmentación.

Sin embargo, esta y otras noticias publicadas estos días son un ejemplo de investigación científica en tiempo real, pues las imágenes captadas por el Hubble pueden aportar pistas sobre por qué se fragmentan los cometas e, incluso, si este es un proceso habitual.

La vida en otros mundos

1997 no solo fue un año para noticias científicas asombrosas como el Hale-Bopp, sino también para estrenos cinematográficos como Contact, de Robert Zemeckis. Se trataba del salto a la gran pantalla, doce años después, de la novela homónima de Carl Sagan, posiblemente el divulgador científico contemporáneo más influyente. Esa novela, que recomiendo su lectura, aborda el posible contacto de una civilización extraterrestre con nuestro planeta, lo cual es una de las grandes cuestiones de la astronomía y de nuestras preguntas existenciales: ¿estamos solos en el universo?

La expectación creada sobre algunos anuncios de la NASA, como del descubrimiento del sistema planetario Trappist-1, avivaron en los medios y en la opinión pública esa fascinación por el descubrimiento de vida más allá de nuestro pequeño punto azul, como denominaba Carl Sagan a la Tierra.

Ficción convertida en ciencia

Puede que, antes de llegar a esa revelación, haya que quemar otras etapas, como la de establecer nuestra civilización en otros planetas, algo que parece más realista y accesible. Es el caso de la misión Artemisa de la NASA, que pretende enviar una misión tripulada a la Luna en 2024, en la que viajará la primera mujer. Esta sería la antesala de una base permanente en nuestro satélite natural, desde el que, más adelante, lanzar misiones tripuladas a Marte.

En ello estamos y hasta ya se han adjudicado contratos para el diseño de nuestras viviendas en el planeta rojo, pero todo apunta a que aún nos quedan unos años para ver avances más sólidos en esa parte de la carrera espacial.

Como decía, primero toca asentarse en entornos más próximos, como la Luna. Pero nuestra ambición (y necesidad) no se quedará ahí. Lo retrata muy bien Christopher Nolan en una humanidad desesperada por evitar su colapso en la Tierra en un futuro cercano, a través de la espectacular Interstellar (2014). Salí del cine creyendo que había visto una genialidad. Y unos meses después de visionar la cinta, un artículo publicado en la revista Classical and Quantum Gravity lo confirmaba. La ciencia ficción se había convertido en realidad científica. Los efectos especiales de la película, sobre todo los utilizados para crear un agujero negro supermasivo y un agujero de gusano, proporcionaron nuevos conocimientos sobre los efectos de estos fenómenos, como también informó ABC en esta información.

El amor, ¿una nueva realidad cósmica?

Pero no solo me fijé en Interstellar por su realismo y veracidad. También por la relación que establece entre los conceptos de amor y el funcionamiento del universo, entendiendo por universo nuestra realidad, la que vivimos, primero desde la Tierra y, luego, en el espacio exterior.

Destaco este momento de la película porque mi pasión por la astronomía es una especie de búsqueda similar a la que motivaba a la astronauta Brand a buscar a su pareja durante miles de millones de kilómetros por el espacio exterior, a pesar de la posibilidad de que estuviera muerto. ¿Qué hay de científico en lo que sentimos? ¿Por qué es tan o más poderoso que lo que, por ahora, podemos observar empíricamente?

Creo que este pasaje describe con bastante fidelidad esa parte bella y sorprendente que es la astronomía, como la define el astrofísico Javier Armentia. Puede que esa fascinación casi filosófica que provocan las estrellas o los cometas como Hale-Bopp sea la que nos permite evadirnos hasta nuestros orígenes y que hicieran de la astronomía la primera ciencia (que precisamente surgió de la filosofía).

Dinosaurios, mis primeras noticias de la ciencia

Dado que la astronomía es la ciencia que estudia el cosmos, y teniendo en cuenta que el universo es el contenedor en el que habitamos, todo es universo. Incluido lo que sucede en nuestro planeta. También lo que ocurrió antes de nosotros, los humanos.

La vida surgió muy pronto, apenas unos mil millones de años después de la creación de la Tierra. Pero no llegaría a formas realmente complejas hasta hace unos 500 millones de años. Y, tras la extinción masiva del Pérmico, se abriría paso uno de los eventos biológicos más apabullantes. El nacimiento y posterior dominación de los dinosaurios. Seguramente te preguntarás qué pintan estas bestias en esta historia. Los he dejado para el final a pesar de que es de las primeras noticias científicas que más me impactaron. Primero me llegaron por la cultura popular, el cine, los cromos o los libros para niños, pero esas eran las “noticias” para mí entonces. Y las devoraba.

Recientemente, un estudio con presencia española publicado en la revista Science confirmó, después de años de debates, que el meteorito que impactó contra la península del Yucatán fue el detonante de la extinción de los dinosaurios a finales del Cretácico, hace 66 millones de años. Se trataba de un aspecto rutinario, la vida de estos gigantescos vertebrados, interrumpido por un fenómeno astronómico, ajeno a nuestro mundo.

El paralelismo dinosaurios-astronomía

Su relación con la astronomía o, más bien, con la historia de nuestro universo, no solo tiene que ver con su apocalíptica muerte tras un reinado colosal de más de 150 millones de años. Tiene que ver también con la existencia de unas criaturas que han rozado los límites de la evolución. Desde el diminuto Prorotodactylus, una versión dinosauria del fósil africano Lucy, o los primeros dinosaurios Herrerasaurus y Coelophysis hasta los imponentes saurópodos como el Patagotitan.

Este salto experimentado por las especies dominantes del Mesozoico se puede comparar, en una suerte de paralelismo con el viaje del tiempo y el espacio desde el Big Bang, en el que la sopa cósmica se enfriaba cada vez más, provocando que las partículas elementales se transformaran en protones y neutrones, luego en átomos y, de esas formas diminutas llegaron a crear estrellas, planetas y galaxias.

La extinción de los dinosaurios pone de manifiesto la importancia de la astronomía, una ciencia creada por la humanidad y que nos permite ser la primera especie de esta pequeña canica azul en ser consciente de los peligros procedentes del espacio exterior. Una conciencia de la que carecían los dinosaurios y que, por tanto, nos da una ventaja evolutiva sobre ellos. Y que nos permite amar, aún más si cabe, la exploración del cielo, no solo para comprender qué pasa ahí fuera, sino también para descubrir quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.

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