La infancia es la clave de lo que somos y seremos - Sergio Barbeira
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Sergio Barbeira - Infancia clave somos y seremos

La infancia es la clave de lo que somos y seremos

“Todos los adultos fueron niños alguna vez, pero pocos lo recuerdan”. Esta afirmación de Antoine de Saint–Exupéry expresada en su popular y eterno libro El principito, sobrevuela sobre mi cabeza siempre que alguien, para justificar lo que es o en qué se ha convertido, me asegura que “nació así” o que “ha sido así toda la vida”. En mi opinión, este razonamiento solo responde a un objetivo: eludir la responsabilidad, evitar reconocer cuál es el camino que nos ha traído hasta el presente.

Y este razonamiento (si se puede considerar como tal) parte de la idea equivocada de que la niñez es esa etapa de la vida en la que tenemos que esperar, en la que somos un papel en blanco, un cero a la izquierda, un agujero negro que tiene que absorber materia para crecer.

Sin embargo, si nos paramos a pensar un poco y a recordar, para evitar la amnesia de la que hablaba Saint-Exupéry, nos daremos cuenta de que mucho de lo que somos se configuró hace tiempo. Y gran parte de nuestra personalidad se forma en los primeros años de vida, aunque la falta de consciencia hace difícil que nos acordemos. A ello se suma, posteriormente, el borrado deliberado, que asumimos de forma automática porque consideramos que es parte del aprendizaje para convertirse en una persona adulta.

Somos más por lo que construimos que por lo que heredamos

Soy de los que creen que nuestro carácter y nuestra personalidad se forjan a través del tiempo, por el efecto de la educación, del entorno familiar, de nuestras amistades, de la formación escolar o superior, de lo que leemos, de lo que aprendemos al construir expectativas y de lo que sufrimos cuando son derribadas. En definitiva, creo que somos más por lo que construimos que por lo que heredamos. Y la ciencia también viaja en esa dirección.

Esto es lo que creo porque, de vez en cuando, reviso la memoria que tengo grabada en mi disco duro. A mucha gente le cuesta reconocerlo, pero sé que no siempre me gustaron las mismas cosas y que no siempre tuve certezas absolutas. No siempre he sido lo que soy ahora. Y eso puede suponer que no seré el mismo en el futuro. Si cambiamos significa que hay margen para la modelación.

Y una reciente lectura me ha reafirmado en esta línea de pensamiento, no sin romper algunos de los esquemas que tenía introducidos en mi mente sobre lo que significa ser niño. Se trata del libro Por qué la infancia, de Francesco Tonucci. Aunque él sabe mucho sobre la infancia y lleva toda su vida dedicada a ella, a través de la enseñanza y la investigación (además de que también es padre), recalca que esta obra no es en sí una investigación científica, sino un “testimonio” e incluso una “confesión personal y emocional”. Y quiero que este artículo sea algo parecido, liberado de la sesudez de un escrito científico.

Por que la infancia Francesco Tonucci

Destacaré algunas de las ideas que me han llamado la atención y que creo que suponen una llamada de atención para tomarnos la infancia en serio. Por el bien de nuestra sociedad.

La ley obliga a escuchar a la infancia

Los adultos no se cansan de hablar de cambio, sobre todo cuando quieren ganar unas elecciones o borrar del mapa a sus rivales. En realidad, los cambios no suelen llegar o suele ser peor el remedio que la enfermedad. Y es que el verdadero cambio, el que genera la evolución que nos hace humanos, no procede de los adultos, sino de los niños. Esta no es ninguna revelación revolucionaria. Lo decía Jesús hace dos mil años, como bien destaca Tonucci: “En verdad os digo que si no os convertís y os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos” (Mt. 18,3). ¿Tenemos que ser siempre como niños para lograr un cambio real?

Enigmas bíblicos aparte, lo cierto es que cuando somos niños sí que es cierto que se nos tiene en una especie de inmovilidad o pasividad, como si estuviéramos en la sala de espera del médico, esperando a que nos evaluaran. Tenemos que “aprender” de los mayores, copiar su modelo para “ser como ellos” y así convertirnos “en adultos”. ¿Qué cambio se puede esperar de un sistema que no escucha a los recién llegados?

Eso parte de la concepción errónea de que los niños, hasta que les han sido inoculadas todas las dosis del sistema necesarias para convertirse, son un contenedor vacío. Y, sin querer hacer spoiler, en su libro Tonucci aporta argumentos para creer que la curva de aprendizaje de un niño no es cómo la imaginamos. Es mucho más exponencial en los primeros años de vida. Y eso refuerza mi idea de que el hecho de no recordar ese aprendizaje nos haga pensar que “siempre fuimos así”, que “nacimos así”.

Si los niños no fueran importantes, si su posible contribución no tuviera relevancia desde edades muy tempranas, ¿por qué se iban a molestar todos los países del mundo (excepto EE UU.) en firmar la Convención sobre los Derechos del Niño en 1990, una adhesión que les obliga jurídicamente a su cumplimiento y que forma parte de sus respectivos ordenamientos jurídicos?

Constituye el tratado internacional más exitoso de la historia y Naciones Unidas apunta una razón de por qué esto es así: «no hay causa que merezca más alta prioridad que la protección y el desarrollo del niño, de quien dependen la supervivencia, la estabilidad y el progreso de todas las naciones y, de hecho, de la civilización humana». Ahí es nada.

Sergio Barbeira - Escuchar a la infancia

Fotografía de Annie Spratt

Pero la realidad de los países, incluida España, dista mucho de un cumplimiento efectivo del articulado de la convención, como evidencia Tonucci en su libro. Los adultos argumentan con la ley en la mano cuando les interesa y la defensa de los derechos de la infancia no está entre sus prioridades, pese a que la legislación les reconoce como sujetos de derecho y a los adultos como sujetos de responsabilidad. La ley obliga a escuchar a la infancia y a tenerla en cuenta en las decisiones que configuran nuestra sociedad. Y no se aplica. Se trata de una ilegalidad que compromete nuestro futuro. Y esto me lleva al siguiente apartado.

La pésima gestión de los adultos

La ansiedad climática que muchas personas padecemos actualmente parece caer en saco roto ante la inactividad de la clase política, incapaz de hacer frente a las consecuencias del cambio climático y mucho menos de adelantarse a ellas.

Cada vez tengo más claro que el cambio real con el que muchos mediocres del establishment se llenan la boca llegará con la sustitución de esos mediocres. Tonucci también lo cree así.

En los primeros puestos de la lista Forbes han cambiado los nombres de los milmillonarios, adoptando el barniz de la revolución tecnológica y digital, pero esa revolución solo ha supuesto más dinero concentrado en menos manos, mayor eficiencia para sus empresas y peores condiciones para sus trabajadores. Es un cambio transversal, lo digital quiere más con menos, pero cada vez somos más personas en este planeta. La élite está claramente velando por sus intereses, sin intentar buscar una solución efectiva a la reestructuración del sistema, sin querer hacer una transición ordenada. El dinero puede más.

Y lo paga la clase trabajadora que, por muy comunista que pueda sonar esto, es la que todavía sostiene el sistema. Pero con un poder de decisión cada vez más escaso.

Como argumentaba Naomi Klein, el devenir del capitalismo y del cambio climático están estrechamente unidos y una cosa se soluciona con la corrección de errores de la otra. Y, entre los cambios reales debe estar también la gestión de las ciudades. Estoy convencido de que las megalópolis inhumanas no tendrán cabida en el futuro, por mucho que la concentración urbana vaya en esa línea. Es necesario para que la infancia pueda crecer en un entorno amigable y próspero.

Desterrar las aulas tal y como las conocemos

Uno de los aspectos que más me sorprendió de las reflexiones de Tonucci es su propuesta de transformación de las aulas. Si lo pensamos bien la escuela es un espacio atípico, que no responde a nuestras necesidades. Si las personas adultas trabajamos en espacios diferenciados en función de las labores que desempeñamos, ¿por qué las aulas tienen que ser todas iguales, independientemente de los conocimientos y aptitudes que se aprenden en ellas?

Ese concepto de la escuela exclusiva, en lugar de inclusiva, que propone Tonucci, creo que es un acierto. Así nos evitamos los casos de la niña bailarina o el niño alemán que, con tanto acierto, refiere en su libro. Me ha gustado el símil que compara la diversidad que existe en la naturaleza con la que convive en las aulas y cómo el sistema educativo actual se carga esa diversidad.

Aprender debe ser un viaje, en el que se fomente más la curiosidad y no tanto memorizar conocimientos, porque eso impide descubrir lo que somos y lo que realmente nos motiva. Desde que soy consciente he sido una persona muy curiosa. A los nueve años me conocía la densidad poblacional de muchos de los países del mundo, un concepto que en el instituto se enseñó por primera vez en primero de bachiller, cuando tenía 16 años. Eso creaba en mí aburrimiento, frustración y una enorme sensación de haber perdido el tiempo. Y de que, como niños, nos consideran inútiles. De que tenemos que aprender a los pasos que marcan los de arriba. Y hay que aceptar el hecho de que no todos vamos al mismo ritmo, pero eso no es malo, sino que pueden convivir distintos ritmos en una misma aula, como en la vida misma.

La sobreprotección, un enemigo

En el mundo rico huelga decir que los niños están sobreprotegidos. No solo no van solos al colegio, sino que se acolcha el suelo de los parques infantiles y se acotan los espacios por los que deben andar, cohibiendo su curiosidad y su posibilidad de exploración, que tanto estimula el conocimiento y la futura independencia.

Tuve la suerte de criarme en una época en la que todavía los niños no nacían con una tablet o un teléfono móvil bajo el brazo. Jugaba en la calle y me ensuciaba de tierra en el parque. E incluso un día me caí de lo alto de un tobogán y me fui caminando solo para casa, no sin antes llevarme un buen susto.

No digo que todos los niños tengan que caerse de lo alto de un tobogán para crecer, pero sí que es necesario sentir el riesgo, es parte del aprendizaje para enfrentarse a lo que vendrá después, a la tan ansiada madurez.

Sergio Barbeira - Exploracion de la infancia

Fotografía de Yasen Alexandrov / Getty Images- Canva Pro

Y luego llega ese clásico momento cuando los adultos quieren corregir sus frustraciones a través de sus hijos, nietos o sobrinos. Mi madrina siempre quiso que fuera médico: por una cuestión de prestigio social y para que la cuidara cuando fuera mayor. Pero en esa solicitud no había espacio para cuál era mi interés.

Uno de los mayores errores que cometí en mi vida fue no estudiar lo que me apasionaba por el temor a no encontrar posteriormente una salida profesional. Mi gran pasión era estudiar historia. Pero no tenía ninguna salida, me decían. Con el tiempo descubrí que eso no es cierto. Así que opté por otra de mis pasiones, escribir. Sin embargo, las salidas profesionales, que las hay y siempre he estado ocupado en este sector, no son para nada ideales. Como menciona Tonucci en su libro, si no dejamos a los niños elegir su destino y sus pasiones solo lograremos ciudadanos mediocres, frustrados y malhumorados. Una sociedad de pena, vamos.

Leyendo a Tonucci me he reafirmado en algunas de mis ideas, he descubierto otras nuevas que contribuyen a expandir mi mente y su libro también ha supuesto no solo una conversación interesante, sino un viaje exploratorio a mi niñez y a la infancia de millones de personas que seguro se sentirán identificadas con lo que nos cuenta. Porque todos fuimos niños alguna vez y es el momento de recordarlo para provocar un cambio de verdad.

La infancia es la clave de los que somos, porque explica de dónde procedemos. Y también de lo que seremos, porque solo con la participación activa de los niños en las decisiones que tomamos como sociedad se puede conseguir una auténtica evolución.

 

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