01 Dic La apropiación social de la ciencia que está por llegar
La ignorancia nos une a todos. Es una frase que vino a mi cabeza después de leer una interesante reflexión del catedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, Daniel Innerarity, sobre la vinculación entre la sociedad del conocimiento y la democracia. Ojo a la expresión. La ignorancia nos une a todos. Puede parecer temeraria, incluso obscena. Está claro que no la veremos, al menos a corto plazo, en los eslóganes políticos de alguna de las campañas electorales que últimamente nos acompañan con tanta frecuencia. Más bien se habla de cambio, la tan manida palabra que sirve para designar precisamente lo contrario: que todo siga igual. Pero volviendo a lo que tenía entre manos. ¿Cómo decir que la ignorancia nos une a todos? ¿Qué locura es esa?
A medida que uno profundiza en los argumentos de Innerarity comprende el trabalenguas. Si la democracia existe no es por el conocimiento que acumulamos y que, algunas élites, defienden como la verdad suprema, sino por el desconocimiento que está por llegar y que, en palabras de Innerarity, nos une en la búsqueda de soluciones e instituciones que aprovechen mejor lo que ya sabemos.
Partir de un “estado de desconocimiento”
En base a esto, creo que, para lograr una mayor participación de la ciudadanía en el conocimiento científico, es preciso que la propia comunidad científica parta de una especie de “estado de desconocimiento”. Es decir, que no den muchas áreas de su conocimiento por supuestas. Está claro que de eso ya son conscientes, pero no estoy seguro de si lo son cuando se disponen a comunicar sus logros a la sociedad. Y es que el ruido que produce un árbol al caer solo existe si hay alguien cerca para escucharlo. Lo mismo sucede con los avances científicos que no se comunican como debieran.
Según un estudio realizado sobre la participación digital del público en los proyectos financiados por el European Research Council (lo que podemos considerar como parte de la ciencia de excelencia española), esa participación es muy baja o casi inexistente porque los esfuerzos del lado científico no lo ponen nada fácil o brillan por su ausencia. Ese estudio realizado por Lourdes López-Pérez y María Dolores Olvera-Lobo y publicado este mismo año, pone de manifiesto la escasa oportunidad que los proyectos financiados por el European Research Council ofrecen a la sociedad para interactuar. Solo el 23,9% tienen web y apenas un 15% redes sociales. La dificultad de encontrar las escasas webs se produce en más de la mitad de los casos. Y, una vez en ellas, en más del 80%, el lenguaje es técnico. Es decir, científicos que escriben para científicos. Y eso a pesar de que esta práctica va en contra de los valores de la investigación e innovación responsables (RRI) del programa europeo Horizon 2020, entre los que la participación del público en el proceso de investigación es uno de sus objetivos.
La creciente influencia de la comunicación científica
Es cierto que los resultados de este estudio contrastan con el enorme avance que ha experimentado la profesionalización de la comunicación científica en las últimas décadas. Sobre todo, desde los años 80, cuando se aprobó la primera Ley de Ciencia. Esto se ha materializado, por ejemplo, en la creación, en muchas universidades y centro de investigación, de las Unidades de Cultura Científica (UCC+i) u Oficinas de Comunicación de la Ciencia (SCO).
Su influencia sobre los medios, que son el principal intermediario entre los departamentos de comunicación de entidades científicas y la sociedad, se ha incrementado enormemente. Y, en consecuencia, esa influencia se ha extendido a la opinión pública. Tanto que, como revela un estudio publicado por Vladimir de Semir y sus colaboradores, del Observatorio de la Comunicación Científica de la Universidad Pompeu Fabra, en 1998 en Journal of the American Medical Association, el 84% de las 142 noticias sobre artículos científicos publicadas en siete medios internacionales de referencia se refería a trabajo mencionados en notas de prensa de revistas científicas de primer nivel. El escaso 16% restante correspondería a temas propios desarrollados por los periodistas.
Esto significa que muchos periodistas confían ciegamente en la veracidad y credibilidad de la fuentes científicas, algo que es peligroso, como ya ha quedado demostrado en sonados casos de manipulación informativa de forma deliberada por expertos como Andrew Wakefield, quien en 1998 publicó un artículo en The Lancet vinculando la aplicación de la vacuna triple vírica y la aparición del autismo, causando una reducción de diez puntos porcentuales en la cobertura de esta vacuna en el Reino Unido en los años posteriores. Años después, una investigación periodística destapó que Wakefield había tergiversado gravemente los datos.
Necesitamos más y mejor periodismo
El periodista Michel Catanzaro propone que, para evitar esta influencia excesiva de la ciencia sobre los medios y, por tanto, sobre la opinión pública, se aplique más rigor y calidad periodística para filtrar la información. Y no solo a la hora de publicar noticias o reportajes o realizar entrevistas (que, por cierto, son un género poco utilizado en este ámbito), sino también en el ejercicio de una colaboración continua entre instituciones científicas y periodistas. En este sentido, no sería descabellado que entidades públicas o privadas de este sector contrataran a medios o periodistas para realizar investigaciones exhaustivas que tuvieran como objetivo corregir ineficiencias. Por ejemplo, averiguar hasta qué punto una información del sector médico responde a intereses de grandes corporaciones o de los ciudadanos. O entablar canales y códigos lingüísticos que inciten a una participación ciudadana mayor.
Por otro lado, si la mayoría de la población española se informa sobre ciencia a través de la televisión e Internet, como recoge la última Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología de FECYT o el Estudio Internacional de Cultura Científica de la Fundación BBVA, pero los periodistas televisivos especializados en ciencia son un rara avis (como muestra el estudio publicado por Gema Revuelta-De-la-Poza en 2018), tenemos un problema. Hay un canal masivo, en este caso, la televisión, que no está ofreciendo contenido en condiciones a una sociedad que demanda conocimiento científico.
Es cierto que la inmediatez y la cotización del espacio televisivo generalista no son grandes aliados de la cobertura científica. Esta requiere un mayor poso y explicación, de ahí que se ciña más a los ámbitos de prensa escrita y digital. Pero cada vez hay más casos de éxito de programación que divulgan ciencia. Y la solución no solo están en canales generalistas, sino también en las plataformas en streaming, que ya incorporan una mayor oferta gracias a que pueden llegar a mayores nichos de población.
Explorar nuevas fórmulas de comunicación
Al margen de la relación (o debería decir, ¿equilibrio?) entre ciencia y periodistas, las entidades que comunican la ciencia tienen un amplio abanico para llegar a la sociedad. Están las ferias, foros, participación en redes sociales (donde se pueden interactuar directamente con grandes divulgadores científicos) o los propios espacios de los museos. Pero hay que explorar nuevas formas de llegar, sobre todo combinando los mundos online y offline, que ambos se retroalimenten.
Gran parte de mi consumo de ciencia procede de Internet, del seguimiento e interacción con divulgadores en las redes sociales. Les pregunto dudas y, en ocasiones, les realizo consultas sobre alguno de sus últimos libros o publicaciones. Esto favorece una normalización de la ciencia y una cercanía a la que no estamos acostumbrados cuando se trata de ciencia. Desde un hilo de Twitter a una píldora de vídeo en YouTube o las famosas stories de la NASA, todo vale para llegar, aunque por el camino no sigamos exactamente el formato IMRYD o se emplee un lenguaje técnico. En este caso, el lenguaje tiene que adaptarse a las personas destinatarias, que no son precisamente miembros de la comunidad científica. Los científicos que entiendan esto tendrán más probabilidades de expandir su mensaje a un público amplio y heterogéneo.
Corregir la brecha ciencia-sociedad
Dicho esto, uno de los aspectos del avance científico y tecnológico que me causa una mayor conmoción es la enorme brecha que se sigue abriendo entre el conocimiento científico y la participación de la ciudadanía en ese conocimiento. Si se cumplen pronósticos como el de Raymond Kurzweil, que prevé que en 2045 la inteligencia no biológica superará a toda la inteligencia humana, con lo que ello supone para el desarrollo de nuestras capacidades, apenas nos queda tiempo para democratizar un saber que no lo pone fácil para normalizarse.
De hecho, como se muestran en algunos estudios realizados recientemente, muchos investigadores y expertos científicos siguen todavía más preocupados en leer y complacer a sus colegas que en estimular e incentivar una participación real de la ciudadanía en la ciencia.
Esto también tiene relación con el ego de la comunidad científica que, durante mucho tiempo, y todavía sigue existiendo, también ha imperado en las redacciones periodísticas (que yo mismo viví), donde primaba más la competencia por exclusivas que poner el foco en lo que realmente interesaba al lector. Algunos dirán que una buena exclusiva, que saca a la luz un tema de relevancia social, siempre es favorable a los intereses de los lectores. Pero eso no siempre es así. Hay noticias que efectivamente tienen una gran relevancia social, pero no tanto porque tocan temas que las personas de a pie de calle pueden sentir y vivir en el día a día, sino porque afectan a figuras clave del establishment político, económico o, por qué no, científico.
Un diálogo continuo entre expertos y ciudadanía
Como resalta en un artículo Ana Cuevas, de la Universidad de Salamanca, la participación ciudadana ha de producirse “tanto en la determinación de objetivos de investigación, como en el grado de financiación pública que estos han de recibir”. En este sentido, destaca mecanismos tales como comisiones de consenso, audiencias públicas, paneles de ciudadanos, science shops, referendos, etc. Coincido con ella en que todos ellos procuran un diálogo entre expertos y ciudadanía.
La verdadera participación no llegará si no se crean nuevos canales de comunicación, más democráticos, en los que la “ignorancia” previa sea el punto de partida y no se configuren los espacios de debate en función de los intereses de una élite científica (y también periodística). Se trata de ser menos pasivos al abordar la ciencia y no repetir el esquema actual de la democracia, según el cual toca votar cada cuatro años y luego a escuchar o resignarse. Debe producirse una apropiación social de la ciencia, porque es un ámbito que cada vez tendrá más poder para cambiar nuestra realidad y la propia naturaleza humana, por ejemplo, mediante desarrollos tecnológicos en el ámbito de la Industria 4.0. ¿Acaso no tiene la gente común algo que decir en ese futuro que nos espera?
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